Julián Álvarez estuvo años enteros buscando las palabras precisas para confeccionar el relato hiperbreve perfecto, de tan solo una línea, pero sin querer lo que terminó dando a luz fue su famosísima novela.
En poco tiempo se transformó en un fenómeno mundial: fue traducida a más idiomas que la Biblia y se vendieron centenares de millones de ejemplares, a la par que estallaba en el mundo del cine una violenta guerra por ver quien lograba llevarla a la gran pantalla.
Los trabajadores que se levantaban temprano conseguían olvidar las penurias de la hora punta desayunando ávidamente sus hojas, los desdichados dejaban a un lado sus lamentaciones cuando se adentraban en su increíble trama, los niños se encerraban en sus habitaciones y leían hasta caer extenuados. Las ciudades se tornaron silenciosas, seguras y tranquilas, porque todo el mundo se encontraba sumergido entre las líneas de tal historia prodigiosa, que a día de hoy sigue siendo leída y releída una y otra vez. ¡Es un milagro!
Julián Álvarez desistió en su tarea de encontrar las palabras precisas para su relato de una sola línea, y se conformó con haberse convertido en un autor de culto que había logrado tirar un salvavidas a la humanidad. Y, relajándose un poco, empezó a preocuparse en cosas más materiales, como amueblar su pisazo del barrio de Salamanca, la mansión neogótica de Inglaterra y el loft de Nueva York, con vistas a Central Park y a no se qué sitios más. En un cajón olvidado de su escritorio descansan unos legajos amarillentos de papeles, llenos de palabras que fue apuntando durante años: Gato, cremallera, helado, sábana, muérdago, jengibre, pegatina, espejo; palabras que, por un inexplicable azar, por la mayor de las jugarretas que ha hecho la ley de la probabilidad, habían conformado la novela.
Y al igual que Julio César, antes de marchar sobre Roma, lloró al recordar las gestas de Alejandro Magno, los escritores del mundo entero se lamentaron y se siguen lamentando al convencerse de que la novela de Julián Álvarez es insuperable, la obra maestra de la literatura. Y por ello se sienten terriblemente insignificantes, les invade una atroz frustración, lo que les lleva a que uno a uno vayan dejando el camino de la literatura e, incluso, su propia vida.
En poco tiempo se transformó en un fenómeno mundial: fue traducida a más idiomas que la Biblia y se vendieron centenares de millones de ejemplares, a la par que estallaba en el mundo del cine una violenta guerra por ver quien lograba llevarla a la gran pantalla.
Los trabajadores que se levantaban temprano conseguían olvidar las penurias de la hora punta desayunando ávidamente sus hojas, los desdichados dejaban a un lado sus lamentaciones cuando se adentraban en su increíble trama, los niños se encerraban en sus habitaciones y leían hasta caer extenuados. Las ciudades se tornaron silenciosas, seguras y tranquilas, porque todo el mundo se encontraba sumergido entre las líneas de tal historia prodigiosa, que a día de hoy sigue siendo leída y releída una y otra vez. ¡Es un milagro!
Julián Álvarez desistió en su tarea de encontrar las palabras precisas para su relato de una sola línea, y se conformó con haberse convertido en un autor de culto que había logrado tirar un salvavidas a la humanidad. Y, relajándose un poco, empezó a preocuparse en cosas más materiales, como amueblar su pisazo del barrio de Salamanca, la mansión neogótica de Inglaterra y el loft de Nueva York, con vistas a Central Park y a no se qué sitios más. En un cajón olvidado de su escritorio descansan unos legajos amarillentos de papeles, llenos de palabras que fue apuntando durante años: Gato, cremallera, helado, sábana, muérdago, jengibre, pegatina, espejo; palabras que, por un inexplicable azar, por la mayor de las jugarretas que ha hecho la ley de la probabilidad, habían conformado la novela.
Y al igual que Julio César, antes de marchar sobre Roma, lloró al recordar las gestas de Alejandro Magno, los escritores del mundo entero se lamentaron y se siguen lamentando al convencerse de que la novela de Julián Álvarez es insuperable, la obra maestra de la literatura. Y por ello se sienten terriblemente insignificantes, les invade una atroz frustración, lo que les lleva a que uno a uno vayan dejando el camino de la literatura e, incluso, su propia vida.
Enhorabuena, Fernando, por seguir en la brecha de la literatura. Más alla de notas y cometnarios, yo creo en la fidelidad a la vocación y el imrprescindible diálogo.
ResponderEliminarUn abrazote.