sábado, 10 de octubre de 2009

El hombre del martillo

Yo tenía un pesado martillo de hierro, que era grande y poderoso a mis ojos. Me parecía sentir, cuando golpeaba con él sobre el yunque, que la tierra a mi alrededor vibraba repleta de vida. Pero llegó un momento en el que, hastiado de mi existencia, arrojé la herramienta lejos de mí, y emprendí un viaje. Un viaje a ningún sitio en concreto. A donde me llevaran mis pasos...

Crucé mares de lágrimas y volé impulsado por la alegría. Conocí gente interesante a la que le estreché la mano y que, después de varias palabras enriquecedoras, desaparecieron de mi vida. Anduve por bosques oscuros totalmente perdido, sin saber qué dirección tomar; a veces me equivocaba, y otras acertaba. Escalé montañas oníricas en las que casi perecí a causa de algunos pasos mal dados. Bebí agua de ríos envenenados, enfermando, y logrando la recuperación después de luchar bravamente contra mí mismo. Visité ciudades en ruinas por las que reinaba la anarquía y la locura. Sobre mí el cielo lució vestido con cientos de colores: Azules, amarillos, rosados, rojos sangre, acerados, negros.

Mi curiosidad, mi necesidad de cambio y mi afán por descubrir me llevaron a mil y un lugares terribles y maravillosos. Pero, pasados algunos años de tanto deambular, eché de menos mi antigua vida. Así que decidí regresar a casa.

Encontré mi martillo en el rincón que lo tiré. Encendí la fragua, cuyo corazón había dormido gélido durante mucho tiempo. Y, con fuerza, golpeé el yunque, para arrancarle la costra de polvo que le cubría.

Empecé a golpear con todas mis fuerzas. Había perdido práctica, y me costaba encadenar una a una las piezas que iba forjando. Todas las piezas debían ir muy bien unidas; una sola no significaba nada, y dos que estuvieran mal colocadas podrían interpretarse erróneamente.
Largas filas de piezas forjadas volvieron a ir saliendo fruto de mi trabajo, de mis manos.

Mi ánimo y mi confianza fueron creciendo. Recordé el gozo que sentía al saber que estaba creando, y me invadieron unas ganas terribles de crear, de cooperar en la construcción del mundo, y a la vez de hacer frente a aquellos que, con malas artes, lo iban sacrificando poco a poco.

Sobre moldes derramaba el metal fundido: El bronce del conocimiento y la plata de los sueños.
Quería recubrir el alma de la gente con armaduras de piezas de oro; armaduras que hablaran de tales almas, de quienes eran, qué pensaban y qué buscaban.

La fragua volvía a estar caliente, y de nuevo el suelo empezó a vibrar bajo mis pies a cada golpe de martillo. Las piezas iban cayendo del yunque, soldadas unas a otras, formando esos cuentos que tanto anhelaba contar.

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