martes, 20 de octubre de 2009

Mariposas (Microrrelato)

Un cuerpecito mísero cuyos huesos se rompían solo con rozarlo, iba envuelto en vendas para que las corrientes no le erosionasen, la luz del sol podría hacer hervir la sangre dentro de sus venas, sólo permitía que le hablasen en susurros, lejos de él, no fuera que el estridente chirrido de la voz humana (él lo definía como chirrido), le reventase el alma.
Se dedicaba a leer, desde la ventana, la historia que narraban las hojas de los árboles; una y otra vez, siempre la misma, se la sabía ya de memoria, pero no dejaba de descubrir pequeños detalles en cada lectura que la hacían cada vez más emocionante. Eso le convertía en un sabio aún sin haber ido siquiera a la escuela. Igualmente se puede ser cosmopolita sin haber viajado nunca.
Consumía así su vida, sentado frente a los grandes ventanales, en un gran butacón de terciopelo ajado y arropado por mantas de lana y penumbra. Dormía por la mañana y se levantaba a la tarde. La noche entera la dedicaba a recordar todas aquellas historias que nunca le contaron.
Un día se levantó con el vientre hinchado, con las extremidades rígidas, y con unas ojeras que contrastaban duramente con la palidez de su piel. Tenía una fiebre altísima. El doctor le auscultó; le auscultó por hacer algo, puesto que no sabía muy bien qué hacer. Se encontraba muy mal. No hizo falta que lo dijese para que la gente lo supiera. En realidad, nunca había hablado. Seguramente ni supiese hablar, pero aquello en realidad no lo sabía nadie. Finalmente hizo un ademán con la cabeza, suplicando que todo el mundo saliese de la habitación y le dejasen solo. La gente lloraba con mucho cuidado de que las lágrimas no se derramasen sobre el suelo, por si el sonido del impacto reventaba sus tímpanos.
Hacia la medianoche, el vientre del niño, convertido en un gran capullo de seda, se rasgó. Y todo se llenó de coloridas y frágiles mariposas.

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