viernes, 30 de octubre de 2009

Escrito un tanto irreverente garabateado en una servilleta de papel, en una cafetería cualquiera

Por primera vez en su vida, Vallejo se miró al espejo,
y esto es lo que ocurrió:
El reflejo del espejo conoció a Vallejo,
y a Vallejo le sobresaltó el reflejo.
Porque lo que Vallejo vio en el espejo,
fue el reflejo de un viejo pellejo.

martes, 27 de octubre de 2009

Fugacidad (Microrrelato)

Era inmensamente pequeño. Se había tumbado en la toalla para tomar el sol pero, al despabilarse de una breve cabezada, comprobó que de forma misteriosa se había vuelto realmente diminuto. Tanto, que a su lado los granos de arena parecían inamovibles rocas, y la más leve de las brisas le arrancaba del suelo como si se tratara del más cruento de los huracanes.
Ser personita tan pequeña no era nada fácil. Mucho desierto, poco alimento; continuamente tenía que lidiar con hormigas y avispas. Para defenderse utilizaba una astilla como lanza, y logró hacerse un camastro con una de las muchas colillas que salpicaban la playa, durmiendo todas las noches ahí, a la intemperie.

De vez en cuando el mar depositaba sobre la arena negros pegotes de alquitrán: Para nosotros son solo una molestia en el pie si los pisamos, pero para él eran trampas letales. En cierta ocasión se quedó pegado en uno de ellos y por poco no consiguió salvarse.

Una mañana, al despertarse, comprobó que un arquitecto anónimo había levantado a su lado un inmenso castillo. Pronto se hizo dueño de él, se coronó rey del lado oriental de la playa y sometió a todos sus habitantes. Las hormigas y las avispas dejaron de ser un problema y pasaron a conformar un poderoso ejército (tropas terrestres y fuerzas aéreas), con el que guerreó incansablemente, buscando expandir las fronteras de su reino.
Solo las Tribus de los Escarabajos, vecinas inmediatas de sus territorios, opusieron cierta resistencia a su avance; mas terminaron siendo sometidas después varias campañas que demostraron el genio militar del monarca y que sembraron las arenas de innumerables cadáveres.

Tras ello el avance fue rápido e imparable. En muy poco tiempo logró conquistar la totalidad de la playa, que quedó arrasada debido a su falta de clemencia. Comunidades enteras fueron masacradas o reducidas a la esclavitud. Las lombrices fueron desterradas a territorios secos en donde sucumbieron muy pronto. Al regresar victorioso a su castillo adquirió el título de Rey de las Cuatro Partes del Universo, se hizo proclamar Dios encarnado, y empezó a concebir la construcción de un grandioso palacio digno de su persona.

Pero ya hace tiempo de todo esto.
Las olas lamieron el castillo hasta deshacerlo por completo; las obras del palacio nunca llegaron a comenzar; se dice que el monarca murió a manos de sus propias tropas.
El palo de un helado, que anteriormente se irguió cual inmenso monolito, recuerda los principales hitos de su reinado. Ahora se encuentra semienterrado, pero tampoco tardará mucho en desaparecer. Quizá en la próxima marea.

domingo, 25 de octubre de 2009

Pequeño paréntesis

(Siempre he tenido mucho miedo a la hora de enviar escritos a concursos literarios o a revistas. Ahora he dado un paso adelante y, después de cientos de revisiones, acabo de mandar a trece revistas una pequeña armada de relatos, cuyo buque insignia he intentado que lo sea una versión mejorada del cuento Frías Navidades, expuesto más abajo. A ver si con mucha suerte alguno consigue su objetivo, y consigo clavar una pica más en el mundo de la literatura. Deseadme suerte.)

viernes, 23 de octubre de 2009

Frías Navidades (Microrrelato)

(He mandado a un concurso literario una nueva versión de este relato. Como debe ser inédito, y para evitar confusiones con el que publiqué aquí, lo elimino. A ver si tengo suerte. Toco mucha mucha madera...)

jueves, 22 de octubre de 2009

Sed (Microrrelato)

La momia llega tambaleándose. Se agacha, crujen sus doloridas articulaciones, que se doblan mohosas, hunde el rostro embalsamado en las cremosas aguas del Nilo, y se pone a beber de ellas con la furia de la bestia que lleva dentro. Lentamente va recuperando tanto su antigua forma primigenia como su poder tiránico, aquel mismo con el que cierta vez mantuvo a todo un pueblo bajo la sombra teocrática de su égida, y con el que ahora intentará someter al mundo entero.

Al fin y al cabo todos estamos hechos de lo mismo: Un noventa por ciento de agua y una décima parte de arenas del desierto, productos fácilmente obtenibles y recuperables.

martes, 20 de octubre de 2009

Mariposas (Microrrelato)

Un cuerpecito mísero cuyos huesos se rompían solo con rozarlo, iba envuelto en vendas para que las corrientes no le erosionasen, la luz del sol podría hacer hervir la sangre dentro de sus venas, sólo permitía que le hablasen en susurros, lejos de él, no fuera que el estridente chirrido de la voz humana (él lo definía como chirrido), le reventase el alma.
Se dedicaba a leer, desde la ventana, la historia que narraban las hojas de los árboles; una y otra vez, siempre la misma, se la sabía ya de memoria, pero no dejaba de descubrir pequeños detalles en cada lectura que la hacían cada vez más emocionante. Eso le convertía en un sabio aún sin haber ido siquiera a la escuela. Igualmente se puede ser cosmopolita sin haber viajado nunca.
Consumía así su vida, sentado frente a los grandes ventanales, en un gran butacón de terciopelo ajado y arropado por mantas de lana y penumbra. Dormía por la mañana y se levantaba a la tarde. La noche entera la dedicaba a recordar todas aquellas historias que nunca le contaron.
Un día se levantó con el vientre hinchado, con las extremidades rígidas, y con unas ojeras que contrastaban duramente con la palidez de su piel. Tenía una fiebre altísima. El doctor le auscultó; le auscultó por hacer algo, puesto que no sabía muy bien qué hacer. Se encontraba muy mal. No hizo falta que lo dijese para que la gente lo supiera. En realidad, nunca había hablado. Seguramente ni supiese hablar, pero aquello en realidad no lo sabía nadie. Finalmente hizo un ademán con la cabeza, suplicando que todo el mundo saliese de la habitación y le dejasen solo. La gente lloraba con mucho cuidado de que las lágrimas no se derramasen sobre el suelo, por si el sonido del impacto reventaba sus tímpanos.
Hacia la medianoche, el vientre del niño, convertido en un gran capullo de seda, se rasgó. Y todo se llenó de coloridas y frágiles mariposas.

lunes, 19 de octubre de 2009

El león Nero

Al norte de Londres se encuentra el solemne cementerio de Highgate. Éste empezó a construirse en 1839, convirtiéndose en una joya de la arquitectura funeraria victoriana. Con el paso del tiempo ha sido invadido por la vegetación, y actualmente es casi más un parque que un lugar de reposo. En él nos encontramos con las tumbas de insignes personajes como Karl Marx o Charles Dickens.
Entre otras muchas, destaca la tumba de George Wombwell, hombre de circo que poseía una colección de animales exóticos con la que recorría Inglaterra, siendo incluso recibido en numerosas ocasiones por la reina Victoria.
Sobre ella descansa, con rostro apesadumbrado, una reproducción pétrea de su león Nero, guardián fiel de sus restos para toda la eternidad. Desde la primera vez que la contemplé me sobrecogió profundamente. Si en vez de una tumba fuera una mujer, quizá me enamoraría de ella.

En su momento, hace ya algunos años, escribí un relato sobre el león Nero. A día de hoy sigo creyendo que ha sido lo mejor que he escrito, pero misteriosamente lo perdí entre el caos de papeles que es mi mesa (Quizá se lo haya tragado algún agujero negro escondido por aquí...) Todavía hay por todas partes restos de caspa, tal fue el ataque que me dio al no encontrarlo.

Sigo emocionándome cada vez que veo alguna fotografía de la tumba. La próxima vez que vaya a Londres tendré que pasarme por el cementerio de Highgate, y acariciar el lomo frío y gris de Nero para darle algo de calor y consuelo.

domingo, 18 de octubre de 2009

Las palabras precisas (Microrrelato)

Julián Álvarez estuvo años enteros buscando las palabras precisas para confeccionar el relato hiperbreve perfecto, de tan solo una línea, pero sin querer lo que terminó dando a luz fue su famosísima novela.
En poco tiempo se transformó en un fenómeno mundial: fue traducida a más idiomas que la Biblia y se vendieron centenares de millones de ejemplares, a la par que estallaba en el mundo del cine una violenta guerra por ver quien lograba llevarla a la gran pantalla.
Los trabajadores que se levantaban temprano conseguían olvidar las penurias de la hora punta desayunando ávidamente sus hojas, los desdichados dejaban a un lado sus lamentaciones cuando se adentraban en su increíble trama, los niños se encerraban en sus habitaciones y leían hasta caer extenuados. Las ciudades se tornaron silenciosas, seguras y tranquilas, porque todo el mundo se encontraba sumergido entre las líneas de tal historia prodigiosa, que a día de hoy sigue siendo leída y releída una y otra vez. ¡Es un milagro!

Julián Álvarez desistió en su tarea de encontrar las palabras precisas para su relato de una sola línea, y se conformó con haberse convertido en un autor de culto que había logrado tirar un salvavidas a la humanidad. Y, relajándose un poco, empezó a preocuparse en cosas más materiales, como amueblar su pisazo del barrio de Salamanca, la mansión neogótica de Inglaterra y el loft de Nueva York, con vistas a Central Park y a no se qué sitios más. En un cajón olvidado de su escritorio descansan unos legajos amarillentos de papeles, llenos de palabras que fue apuntando durante años: Gato, cremallera, helado, sábana, muérdago, jengibre, pegatina, espejo; palabras que, por un inexplicable azar, por la mayor de las jugarretas que ha hecho la ley de la probabilidad, habían conformado la novela.

Y al igual que Julio César, antes de marchar sobre Roma, lloró al recordar las gestas de Alejandro Magno, los escritores del mundo entero se lamentaron y se siguen lamentando al convencerse de que la novela de Julián Álvarez es insuperable, la obra maestra de la literatura. Y por ello se sienten terriblemente insignificantes, les invade una atroz frustración, lo que les lleva a que uno a uno vayan dejando el camino de la literatura e, incluso, su propia vida.

sábado, 17 de octubre de 2009

El ciclo del Hombre (Microrrelato)

El fuego de las fraguas se reflejaba en la broncínea piel de los herreros.

A cada golpe en el yunque sus monstruosos cuerpos vibraban; vibraba incluso la tierra que pisaban, y toda la tierra que pisaba otra mucha gente que nada tenía que ver con el Hierro, rey violento de la Humanidad.
Todo el mundo se encerraba en sus casas cuando el sol se ocultaba tras los montes, momento en el que aquellos cuerpos sudorosos y gigantes salían de las herrerías, pasándose la noche entera merodeando por las calles y observándolo todo con una expresión furiosa y unos ojos encendidos como brasas candentes. ¡Ay del insensato que no estuviera a resguardo de los herreros una vez que la luna ya hubiera emergido! Porque estaba condenado a morir en el fuego de las fraguas.

Un día el Hierro fue derrocado, y los herreros tuvieron que exiliarse. Las chimeneas de las herrerías dejaron de llenar el cielo de enfermedades; las calles volvieron a llenarse de gente a la noche, y los niños empezaron a jugar alrededor de unas fraguas ya frías y abandonadas.
La tortura se tornó sonrisas, y la miseria, felicidad.

Comenzó así otra vez la Edad de Oro. De nuevo arrancaba ese ciclo vital condenado a repetirse eternamente.

La Edad de Hierro y los herreros terminarían volviendo tarde o temprano.

viernes, 16 de octubre de 2009

Eclipse

Hará cosa de tres años me dió por la fotografía. Me compré una de esas supercámaras con las que los ingleses y los japoneses roban el alma a los rincones de mi querido Madrid.

Aquella obsesión me duró poco. No logré ni mucho menos amortizar el valor de la cámara, pero al menos logré realizar algunas instantáneas curiosas. (¿Es correcto llamar instantáneas a las fotografías digitales?). Entre ellas, se cuentan tres que titulo "Eclipse", y que me permito colgar en este post. Espero que sean de tu agrado.

(Puedes hacerlas más grande si pulsas sobre ellas.)

jueves, 15 de octubre de 2009

Las reliquias (Microrrelato)

El maestro pidió a su discípulo que buscase dentro del gran cofre una aguja con la que poder coser un remiendo a su corazón.
Entonces el discípulo fue al gran cofre, lo abrió, se puso a rebuscar, y sacó una lágrima de payaso, un pétalo marchito de rosa, un miedo de niño, un compendio de mentiras, un espejo roto, una foto quemada, un copo de nieve, una insinuación de mujer, una pluma de ángel caído, un ojo de cíclope, una carta cerrada, una epopeya inacabada, un hueso de santo, un rayo de luna, una confesión terrible, un pajarillo muerto, un suspiro de gigante, un mechón del pelo de Dios, una campanilla afónica, una expresión sin rostro, un pañuelo húmedo, una ampolla de veneno, un cetro de faraón, unas gafas mal graduadas, una inspiración divina, una oración pagana, un cristal opaco, una pesadilla bañada en sudor, un ulular de búho, una uña de gato, una maqueta del cielo, un muñeco manco, una peluca desaliñada, una melodía para sordos...
Y justo cuando desistió de buscar se pinchó con la aguja sin darse cuenta, y se fue desinflando poco a poco, derramando por un microscópico agujerito su alma, hasta que, mucho tiempo después y estando ya en los huesos, la tenue, cálida, suave y acogedora luz de las lámparas del monasterio fueron desecando su cuerpecito de desalmizado hasta convertirlo en una momia en vida.
El maestro terminó por coserse la herida con la espina de una sirena; pero no tardaría en sufrir fuertes fiebres y en morir a causa de la infección.

Su corazón fue embalsamado y guardado dentro del gran cofre, junto al resto de las reliquias olvidadas.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Mancha roja sobre fondo gris (Microrrelato)

Un asesinato en el aparcamiento del museo de arte contemporáneo.
El cuerpo yacía retorcido, cual títere arrojado con rabia.
La sangre se deslizó pegajosa por el suelo de cemento, formando un halo de violencia alrededor del cuerpo.

Mancha roja sobre fondo gris. Autor: Anónimo (por el momento).
La exposición duró hasta que el juez ordenó el levantamiento del cadáver.
Los visitantes contemplaron la obra con arcadas de asombro y satisfacción.
Fue todo un éxito de público.

lunes, 12 de octubre de 2009

Envidia insana

El rey ha descendido de su coche embutido en su impoluto uniforme militar; rápidamente le han rodeado, solícitos, innumrables lacayos sonriendo y diciéndole cosas que, seguramente, debían ser tremendamente bonitas a sus oídos. Cuando ha terminado el acto ha vuelto a su impresionante automóvil y, rodeado de su guardia real a caballo, se ha dirigido al palacio real para la recepción...
La verdad, contemplar todo eso me ha llevado a sentir una envidia insana hacia él. ¡No me lo reprochéis! Soy símplemente un humano, y como tal, tengo mis pequeños defectos.
Rápidamente he meditado: Yo soy español, como el rey. ¿Y por qué no tengo también un Rolls Royce de los años cincuenta?¿Por qué no me rodean hombres a caballo, tocando tambores y cornetas, cuando voy por la Castellana? Y quiero una casa como la suya, o al menos una que me cueste más de cuatro millones de euros, como la de su hijo. Y, claro está, no hay que olvidar el palacio en Mallorca (aunque en cualquiera de las otras islas me valdría). Quiero también un barco de regatas, una tripulación para el barco de regatas, y todas las cosas ricas que seguro que come. Quiero, además, que mi hijo tenga el futuro resuelto nada más nacer y que mi hija termine siendo la directora de una importante Fundación.

Quiero ser un anacronismo acomodado que se nutre y aprovecha del futuro de millones de españoles. El saberlo debe provocar un reconfortante cosquilleo en el estómago.

Cuando vaya a la feria del libro, quiero que todo el mundo se aparte a mi paso y deje las casetas vacías para mí y solo para mí. Cuando se case mi hijo (Ese que ya tiene el futuro resuelto nada más nacer), quiero que lo haga en la Almudena, arropado por cientos de dignatarios, y que corten la Gran Vía para que pueda pasar sin contratiempos el cortejo nupcial. Por supuesto, la boda deberá ser retransmitida por la Uno.

Quiero que mi rostro apareza en las monedas de uno y dos euros; que tenga a mi disposición un avión enorme para cuando tenga que viajar; que pueda organizar caras recepciones para tratar temas banales, y que pueda utilizar para ello cualquiera de los muchos palacios patrimonio de todo el mundo. Ya sabéis, esos a los que cualquier siervo debe pagar si desea entrar.
Aunque... En el fondo, si lo pienso bien, no me da tanta envidia. Sería tan cansado y tan molesto tener tantas cosas... Mejor que se quede él con ellas, que ya estará acostumbrado.
Yo ya soy inmensamente feliz rodeado de mi familia y amigos, con mis libros, con mi pisito de Vallecas, y con mis comeduras eternas de cabeza. No necesito nada más en mi vida.

sábado, 10 de octubre de 2009

Breve presentación

Creo que, antes de nada, debería presentarme:
Soy el hombre del martillo, y mi nombre es Fernando.
Vivo en Madrid, una ciudad caótica y agradable, de farolas feas y calles alegres.
Si me dejo barba, mi rostro se estira y parece más delgado.
Llevo unas gafas sucias en muchas ocasiones.
Me gusta la cerveza negra, mucho más si la tomo en Londres.
Soy un comprador compulsivo de libros, algo que no le gusta ni a mi bolsillo ni a mis estanterías llenas.
No tengo un escritor favorito, y nunca me lo he planteado. Hay tantos que tanto pueden aportar...
El mal tiempo afecta a mi ánimo, pero me gusta que la lluvia me empape.
Me da algo de miedo volar, aunque mi mente no para de hacerlo.
Me encanta el chocolate, casi tanto como los libros.
Tengo un escritorio que parece sufrir el síndrome de Diógenes.
Recuerdo muy mal las caras de la gente y los números de teléfono.
Cuando una canción es de mi gusto, la escucho una y otra vez.
Me da un poco de respeto dormir, porque pienso que estoy a merced de los sueños.
Utilizo el transporte público.
Me gusta casi toda la comida.
No tengo paciencia ni para los juegos de mesa ni para las cartas.
Antes, los libreros del Rastro me conocían, y me rebajaban los libros sin ni si quiera regatear. Así la compra perdía todo el encanto...
Tengo mi propio blog.
Cuando estoy paseando voy contemplando hasta los más mínimos detalles de la arquitectura de los edificios.
Soy autodidacta, picoteando un poco de todo.
Suelo escuchar más que hablar, porque me gusta aprender de la gente.
Las arañas me dan asco.
Tengo una primera edición de Galdós que tan solo me costó tres mil pesetas.
A veces, doy mucho dinero a la gente que pide por la calle. Cuando veo que se lo pueden merecer.
Se me dan muy mal las manualidades, y no tengo paciencia para aprender papiroflexia.
Tengo una letra horrible. En la universidad, nadie me pedía los apuntes.
Soy a veces de los que lloran cuando no ven el sol, de tal manera que las lágrimas me ocultan las innumerables estrellas.
Y bueno, creo que ya es suficiente.

El hombre del martillo

Yo tenía un pesado martillo de hierro, que era grande y poderoso a mis ojos. Me parecía sentir, cuando golpeaba con él sobre el yunque, que la tierra a mi alrededor vibraba repleta de vida. Pero llegó un momento en el que, hastiado de mi existencia, arrojé la herramienta lejos de mí, y emprendí un viaje. Un viaje a ningún sitio en concreto. A donde me llevaran mis pasos...

Crucé mares de lágrimas y volé impulsado por la alegría. Conocí gente interesante a la que le estreché la mano y que, después de varias palabras enriquecedoras, desaparecieron de mi vida. Anduve por bosques oscuros totalmente perdido, sin saber qué dirección tomar; a veces me equivocaba, y otras acertaba. Escalé montañas oníricas en las que casi perecí a causa de algunos pasos mal dados. Bebí agua de ríos envenenados, enfermando, y logrando la recuperación después de luchar bravamente contra mí mismo. Visité ciudades en ruinas por las que reinaba la anarquía y la locura. Sobre mí el cielo lució vestido con cientos de colores: Azules, amarillos, rosados, rojos sangre, acerados, negros.

Mi curiosidad, mi necesidad de cambio y mi afán por descubrir me llevaron a mil y un lugares terribles y maravillosos. Pero, pasados algunos años de tanto deambular, eché de menos mi antigua vida. Así que decidí regresar a casa.

Encontré mi martillo en el rincón que lo tiré. Encendí la fragua, cuyo corazón había dormido gélido durante mucho tiempo. Y, con fuerza, golpeé el yunque, para arrancarle la costra de polvo que le cubría.

Empecé a golpear con todas mis fuerzas. Había perdido práctica, y me costaba encadenar una a una las piezas que iba forjando. Todas las piezas debían ir muy bien unidas; una sola no significaba nada, y dos que estuvieran mal colocadas podrían interpretarse erróneamente.
Largas filas de piezas forjadas volvieron a ir saliendo fruto de mi trabajo, de mis manos.

Mi ánimo y mi confianza fueron creciendo. Recordé el gozo que sentía al saber que estaba creando, y me invadieron unas ganas terribles de crear, de cooperar en la construcción del mundo, y a la vez de hacer frente a aquellos que, con malas artes, lo iban sacrificando poco a poco.

Sobre moldes derramaba el metal fundido: El bronce del conocimiento y la plata de los sueños.
Quería recubrir el alma de la gente con armaduras de piezas de oro; armaduras que hablaran de tales almas, de quienes eran, qué pensaban y qué buscaban.

La fragua volvía a estar caliente, y de nuevo el suelo empezó a vibrar bajo mis pies a cada golpe de martillo. Las piezas iban cayendo del yunque, soldadas unas a otras, formando esos cuentos que tanto anhelaba contar.